Estefanía Montesdeoca

Por: Estefanía Montesdeoca.

Viernes, 19 de noviembre de 2010.

Desde hace tiempo, he estado mirando en mi garaje viejos trastos a los que ya no damos utilidad ningún miembro de mi familia. Entre todo estos, me he encontrado muchas cajas, todas con sus títulos señalados con permanente. En una de ellas, la que más me llamó la atención por ser la más pequeña y mejor conservada, ponía: ‘El libro de los libros’.

Como muchas personas sabrán, a veces es muy difícil resistir la tentación, y esta es una de esas ocasiones en las que mis esfuerzos para evitarla resultaron inútiles.

Dentro de esa caja, que ahora más bien parecía un cofre por la dureza de sus paredes, se encontraba el llamado ‘El libro de los libros’. Su portada estaba vacía, y sólo tenía en su parte frontal un borde dorado decorado por un fondo completamente marrón.

Cuando cogí aquel libro, me di cuenta de que pesaba más de lo que creía, como si de unos bloques de diez kilos se tratase. Aquello, que no esperaba en absoluto, me llevó a tener que dejar el libro en el suelo si no quería que cayese desde gran altura y se estropease.

Una vez sentada y acomodada en un cojín en el suelo, observé su grosor. Este era de una densidad considerable; yo diría que al menos unas cuatrocientas páginas.

Cuando me disponía a abrirlo, un brillo extraño empezó a iluminar la portada de la obra. Al ver esto, sobresaltándome, retiré la mano en seguida, con miedo a que algo malo pudiese pasar. Transcurridos varios segundos, la luz se apagó y la parte frontal volvió a ser tal y como era en un principio. En el segundo intento, mi miedo no superó a mi intriga y, sin más dilación, abrí el libro.

Así comienza mi historia.

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